Obra: “La química diaria” de Mariano Saba


La obra alterna, por Mariana López 

“La química diaria” es una pieza teatral que funciona, este verbo productivo incluso mecánico parecería estar incluido como un cliché pero es el más adecuado por lo que verán a continuación, en varios niveles: uno es el de la historia, anécdota pequeña y maravillosa, otro es el de la narración, y el último nivel es el de la representación. Los tres se amalgaman como una emulsión que, por leyes de la química, resulta en una sustancia compacta cuando se pone en movimiento hasta que llega el momento del reposo y sus elementos vuelven a separarse. 

La obra nos sitúa en un bosque del sur argentino donde tres amigos munidos de carpa y mochila pasan algunos días de vacaciones. Cuando comienza la acción Luca (Santiago Fondevila), Facundo (Fermin Varangot) y Johnny (Tomás Mejía) ya están asentados en el camping de un ex astronauta ruso y se encuentran a Karina (Florencia Chmelik), ex compañera, y a Cristian (Francisco Andrade), su novio. Ella es la obsesión juvenil de Facu y casi de Johnny, con quien tuvo un corto romance de “dos besos”. En esa situación excepcional Johnny querrá compartir con sus amigos un cassette grabado, con deseos para el futuro, en un campamento escolar a sus 14 años. Para reproducirlo usaran un walkman prestado por Vladimir (Pablo Mónaco), el ruso dueño del camping, quien les advierte que el aparato viene de una realidad paralela. Sin que lo sepan en ese instante los dotará de una libertad y una responsabilidad maravillosas. 

Mariano Saba, el dramaturgo, nos cuenta una historia donde la anécdota cotidiana de un viaje entre amigos se mezcla con formulaciones filosóficas sobre teorías científicas, el universo, las realidades alternas y las posibilidades de acción. Estas cuestiones se entrelazan y terminan hablándonos de la vida en un registro íntimo y humorístico, porque la obra te hace reir, a vos y al de al lado. Francisco Prim, el director, y los actores tragan ese relato y lo devuelven en imágenes, gestos y sonidos que crean una mise en scéne en donde el público es, también, un poco personaje habitante de ese bosque patagónico. 

Las luces y la música son recursos ladeantes entre lo técnico y lo artístico que desde la antigüedad hicieron avanzar al teatro. Cuando el dispositivo técnico se maneja con maestría y el genio aparece en lo artístico la obra deja de ser un conjunto de cartones pintados, intérpretes que repiten líneas y un texto con algún desarrollo para convertirse en realidades hermosamente construidas, aunque sean imposibles. Cuando además gatillan al corazón de la cultura popular recordando a los Beatles y a Spinetta o los faroles de colores permiten a los espectadores viajar, sin cuestionamientos, en el tiempo o el espacio es que aparecen momentos como los que forman esta obra. 

“La química diaria” funciona en distintos niveles porque, además, es capaz de atrapar a un público erudito como al que no vio nunca una obra; mantiene cuestiones del teatro independiente y de las narrativas orales; convence al que gusta de producciones académicas y al que ama el showbusiness. En conclusión, es una obra para ver en compañía y luego merendar por Palermo intercambiando figuritas de lo percibido.

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