Rosa mística

Por Diego Basile

La obra retrata la imposibilidad de lo social como un conjunto armónico. Desde el plano de una moral con pretensión universalista, los personajes leen sus acciones cotidianas y les otorgan sentido. Pero en vez de converger, el conflicto aflora constantemente: todos hablan de corrupción, de pecado, de culpa, del bien y el mal, del cielo y el infierno. De los buenos y los malos, con la palabra divina como última razón.
Pero la obra expone, agudamente, la realidad que estalla. En torno a un niño muerto de un balazo policial: la pobreza, la villa, las carencias y las necesidades, la delincuencia, la droga, y la hipocresía. Los excesos y los silencios policiales. La vista gorda y el silencio monástico de la Iglesia.

Las instituciones del orden están presentes: La Iglesia y La Policía. Una dicta la palabra, el deber, el bien. La otra ejecuta, de forma “inflexible”, a fin de barrer con los elementos contaminados del cuerpo social. El Cura sabe. De la acción de la policía, de los punteros, de la articulación y funcionalidad del poder entre la pobreza. Y calla, y ora por el bien. El policía se justifica. Ambos pueden hablar, equivocarse, rezar y lavar las culpas. Pero Lauchi no tiene voz. Habla, pero nadie lo va a escuchar, porque ni siquiera pronuncia bien las palabras: es de la villa.

Rosa sufre, por su amistad con Lauchi, por conocer el sentimiento popular pero no poder defenderlo. Rosa aprendió, de forma literal, todo el discurso de la Iglesia, sabe todo lo necesario para ser una santa. Y entre el cura como modelo y su padre policía, quiere hacer el bien, pero para ello debe mirar al costado, porque la realidad popular desborda los contornos petrificados de la moral religiosa y profana. Ella sabe que el niño muerto es un santo aunque no cumpla con los requisitos protocolares. Es un santo porque el pueblo lo siente así. Y ella, alumna excelsa de la Iglesia, lo admira y lo envidia tanto que debe destruirlo, y luego sacrificarse.

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