Por Laura Recio
El autor Dib Carneiro Neto desdobla la figura de ese padre omnipresente (Federico Luppi) que alternativamente modela y condiciona, tortura y obtura, soslaya y legitima el destino del joven protagonista (Adrián Navarro).
Este joven de edad incierta que aparece como merodeando los 40 pero detenta una impronta de menor edad (a veces mucho menor...) se erige como el foco del conflicto familiar, y es mérito inestimable del autor imprimirle al personaje el aditamento de la complicidad del espectador. Esa complicidad va tornando, a medida que transcurre la historia, en compasión, asombro y hasta desprecio.
Si hablamos de la facultad del autor por atravesar esa dimensión insondable y traumática de su criatura más frágil, vale advertir acerca de la particular elección del actor que la escenifica: Adrián Navarro. Su ductilidad para interpretar un personaje tan fatalmente complejo se congela al intentar desplegar la diversidad de matices que el rol le exige. Navarro no puede acceder a someterse a las ausencias que el mismo personaje reclama; no se redime frente a los susurros casi imperceptibles que hablan por sí solos; por el contrario detenta rasgos de voz tan monocordes en su impostación que hacen sus discursos poco creíbles, aún con el espectador entregado a exaltar su indiscutible tenacidad con un guiño piadoso...
Un apartado especial merece Luppi en su doble (¿o único?) y carismático personaje. El actor se apropia -con la naturalidad de los grandes- de las sutilezas de la trama, y se esfuerza (lográndolo) por desdibujar un destino para esos personajes que reduciría a niveles puramente anecdóticos o psicoanalíticos la lógica del relato.
Finalmente los interrogantes de los que el espectador se va impregnando, funcionan como aditamentos que refuerzan por momentos el carácter onírico de la pieza. Y tal vez como en los sueños nada acaba por cerrarse definitivamente. Esta facultad también debe contabilizarse a favor de la puesta de Cavia, por demás interesante y quizás intencionadamente controvertida.
El autor Dib Carneiro Neto desdobla la figura de ese padre omnipresente (Federico Luppi) que alternativamente modela y condiciona, tortura y obtura, soslaya y legitima el destino del joven protagonista (Adrián Navarro).
Este joven de edad incierta que aparece como merodeando los 40 pero detenta una impronta de menor edad (a veces mucho menor...) se erige como el foco del conflicto familiar, y es mérito inestimable del autor imprimirle al personaje el aditamento de la complicidad del espectador. Esa complicidad va tornando, a medida que transcurre la historia, en compasión, asombro y hasta desprecio.
Si hablamos de la facultad del autor por atravesar esa dimensión insondable y traumática de su criatura más frágil, vale advertir acerca de la particular elección del actor que la escenifica: Adrián Navarro. Su ductilidad para interpretar un personaje tan fatalmente complejo se congela al intentar desplegar la diversidad de matices que el rol le exige. Navarro no puede acceder a someterse a las ausencias que el mismo personaje reclama; no se redime frente a los susurros casi imperceptibles que hablan por sí solos; por el contrario detenta rasgos de voz tan monocordes en su impostación que hacen sus discursos poco creíbles, aún con el espectador entregado a exaltar su indiscutible tenacidad con un guiño piadoso...
Un apartado especial merece Luppi en su doble (¿o único?) y carismático personaje. El actor se apropia -con la naturalidad de los grandes- de las sutilezas de la trama, y se esfuerza (lográndolo) por desdibujar un destino para esos personajes que reduciría a niveles puramente anecdóticos o psicoanalíticos la lógica del relato.
Finalmente los interrogantes de los que el espectador se va impregnando, funcionan como aditamentos que refuerzan por momentos el carácter onírico de la pieza. Y tal vez como en los sueños nada acaba por cerrarse definitivamente. Esta facultad también debe contabilizarse a favor de la puesta de Cavia, por demás interesante y quizás intencionadamente controvertida.
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